“No vemos indicios de elementos potencialmente disruptivos para el marco de la política macroeconómica”. Eso dice el informe del banco estadounidense Morgan Stanley sobre el borrador de la nueva Constitución. De ganar el Apruebo, “el resultado debería reducir la incertidumbre política para los empresarios, promoviendo la inversión”. En cambio “veríamos el Rechazo de la nueva Constitución como un elemento negativo”, ya que “podría exponer a Chile a nuevos riesgos de malestar social”, cierra Morgan Stanley.

Otro gran banco de inversión de Wall Street, JP Morgan, emitió un informe más crítico, diciendo que el borrador “genera una institucionalidad más débil para el país”, e “incertidumbre” para el sector minero.

Un artículo de la agencia Bloomberg, el portal económico favorito del expresidente Piñera, dice que la Convención “logró algo que algunos consideraban casi imposible: un documento “razonable” que aplacaría las demandas por derechos sociales sin destrozar la economía de mercado”.

“Es una especie de milagro que hayan llegado tan lejos”, dice en la nota Tom Ginsburg, uno de los principales expertos del mundo en derecho constitucional comparado.

Mientras, en Chile, el columnista Áxel Kaiser publica una carta con 21 afirmaciones apocalípticas sobre la nueva Constitución. Afirma que “se acaba todo límite al aborto” (Falso, el punto 253 del borrador dice que “la ley regulará el ejercicio de estos derechos”). Que “se acaba la educación particular subvencionada” (Falso: el artículo 282 prevé un “Sistema Nacional de Educación” que no sólo incluye a la educación estatal). Que “se acaba todo límite a la huelga” (Falso: el artículo 277 permite “limitaciones excepcionales a la huelga para atender servicios esenciales que pudieren afectar la vida, salud o seguridad de la población”), etcétera, etcétera.

Ese tipo de mentiras alarmistas son muy populares en el mercado local. ¿Por qué un proceso que observadores internacionales ven con optimismo o con críticas acotadas, en cambio genera tal pánico en la élite chilena?

Como dice El Mercurio Inversiones, “tal como ha venido ocurriendo en los últimos años, la visión de una amplia fracción del mercado foráneo en torno al proceso social que experimenta Chile difiere de la que maneja buena parte del mercado local”.

¿Cómo se explica este abismo entre Manhattan y Sanhattan?

Una primera explicación, popular en Twitter, es que Bloomberg y Morgan Stanley (o “Morgan Stalin” como lo bautizaron algunos) son parte de una conspiración de la ONU, Soros y el progresismo mundial para destruir a Chile.

Otra, un poco más seria, es que las élites locales son más visionarias que las extranjeras. Pero la historia lo desmiente. Gran parte del empresariado local recibió con pánico eventos como el plebiscito de 1988 y la victoria de Ricardo Lagos. El IPSA de la Bolsa de Santiago tuvo la peor caída de su historia al día siguiente del triunfo del No. La economía nacional, la Bolsa y esos mismos empresarios apanicados vivieron su década de gloria tras el plebiscito. Y a Lagos, ya lo sabemos, los empresarios lo terminaron amando.

No, no han sido particularmente perceptivos quienes veían pánico en esos eventos y, en contraste, creían vivir en un oasis hasta 2019. Quienes celebraron con una ovación en la Icare que se archivara el proceso constituyente de Bachelet, el mismo que ahora añoran con nostalgia.

Otra explicación es que Sanhattan y Manhattan tengan intereses diferentes. En democracias desarrolladas, los actores económicos entienden que la estabilidad, clave para la inversión empresarial, depende de la paz social, y ella, a su vez, depende de un sistema legitimado entre la ciudadanía. Como dice un artículo de Bloomberg, “Chile puede estar orgulloso. El sistema político ha canalizado hasta ahora con éxito la explosión de malestar social que amenazó con desgarrar el país en 2019, en un proceso pacífico”.

Pero basta revisar el listado de billonarios chilenos para constatar que varias de esas riquezas tienen poco que ver con el libre mercado, y mucho con la captura de políticos y privatizaciones truchas para apoderarse de rentas de los recursos naturales o explotar mercados poco competitivos.

Y cuando una riqueza nace del privilegio antes que de la competencia, una cancha más nivelada es una amenaza, no una oportunidad.

Y hay un último factor: la industria del miedo.

Son analistas, lobistas y expertos, especializados en vender protección a los dueños del capital. Primero los convencen de que están bajo inminente peligro, y luego ofrecen sus servicios: “fundaciones”, “think tanks” y “asesorías” para “dar la batalla de las ideas” y defenderlos del peligro.

Kaiser es el mejor ejemplo. Con un discurso apocalíptico, convenció al empresario Nicolás Ibáñez de pagar una fundación en torno suyo.

En 2019, cuando se firmó el acuerdo para la nueva Constitución, Kaiser profetizó que “el dólar debería llegar a 1.000 pesos hoy”. El mercado, mucho más sabio, hizo todo lo contrario: valoró la salida institucional a la crisis, y el dólar bajó de los 800 pesos ese día. Pero cada vez que estos gurús del pánico se equivocan, doblan la apuesta: lo que viene es aun más horrible, y para evitarlo hay que oponerse a todo cambio y poner mucha plata en ese dique de contención.

En mayo de 2021, Kaiser aseguró que venía una “Constitución chavista”, con “camisas pardas de la izquierda, grupos violentistas que amedrentarán” a los convencionales. Para evitarlo, pasaba el platillo: desde ya, “quienes corresponda deberán financiar la campaña comunicacional” para el Rechazo a una Constitución que aún no comenzaba a debatirse.

Ese pánico tiene miles de años de historia. Entrevistado por Paula Escobar en el libro Un mundo incierto, el célebre historiador Peter Brown advierte que “las élites son infinitamente capaces de alarmarse. Viven alarmados, son los primeros en denunciar los nuevos fenómenos”.

Y en el Chile de hoy, esa alarma es un lucrativo negocio.

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