A sus 92 años, el último de los humoristas clásicos sigue activo. Rápido mentalmente y siempre pícaro, señala que los chilenos hemos perdido la gracia que nos distinguía en el humor, cuenta que, por casualidad, se transformó en el “académico de la lengua”, dice que le hubiese gustado hacer cine y no le gusta hablar de política, fútbol ni feminismo. Y no le teme a la muerte. “Todos tenemos fecha de vencimiento y lo comido y lo bailado no me lo quita nadie”.
Todos los inviernos, desde hace 22 años, Daniel Vilches tiene una costumbre: está desde abril a septiembre en Arica. A sus 92 años, con sus capacidades físicas e intelectuales intactas, asegura que es el clima ideal para capear el frío santiaguino. “Con mi señora, que es de allá, vamos a un hotel tres estrellas, con piscina y un buen restaurant. Lo conseguimos a un buen precio. Tenemos amistades y lo pasamos súper bien”, reconoce.
Esos largos periodos en el extremo norte de Chile no son solo descanso. El humorista aprovecha de actuar en casinos y eventos de la zona donde, asegura, la gente sigue riéndose con un estilo de humor que, a estas alturas, parece de otra época. “Yo soy de la era de las revistas. Me gusta tener humoristas, cantantes, bailarinas y unas dos o tres mujeres con buen físico. Eso es grito y plata”, explica.
El llamado “académico de la lengua” es un hombre congelado en el tiempo. Se mueve más lento, pero sus rasgos faciales no parecen envejecer. Ni tampoco su comicidad. Su cabeza es rápida y sus frases son pícaras. “Hace unas semanas andaba en el centro en Arica y, de repente, se me acerca una señora de edad, me mira, se sorprende al reconocerme y me dice ‘todavía estai vivo, hueon’. Me hizo reír”, cuenta.
Aunque su vida es más sosegada que en sus años de gloria, Daniel Vilches continúa trabajando. A comienzos de septiembre, tenía un par de eventos en Arica y volvió a Santiago a buscar ropa para esas presentaciones. Cuando ingresó a su casa, se encontró con sus muebles revueltos y le faltaban cosas. El robo lo deprimió. Tuvo que cancelar sus espectáculos y anduvo varios días con el ánimo en el suelo. Pronto, aparecieron complicaciones. Dolores corporales y en el estómago que lo hicieron intuir lo peor. “Lo pasé mal porque nunca me habían robado. Más encima, vivo en un edificio y nadie se dio cuenta. Me bajoneé y pensé que tenía cáncer. Dije, ‘hasta aquí no más llegué’. Así que me fui a hacer exámenes de orina, del corazón, de sangre. Y estaban todos buenos. Ahí recuperé el ánimo”, sostiene.
El gen artístico del comediante es herencia de su madre. En su juventud, la mujer fue integrante de grupos de zarzuelas, con los que viajó a presentaciones a España. Al formar una familia, sus prioridades cambiaron. Pero su hijo tomó la posta. A los 16 años se integró a un taller de teatro cerca de su casa y la actuación le encantó. “Obtuve premios como mejor actor”, recuerda.
La explosión de las revistas humorísticas estaba en la cima y, a los 22 años, Vilches salía de gira junto a sus compañeros del Burlesque. “Tenía un segmento en que recitaba como gaucho y me vestía de gaucho. Había una pareja que tenía un sketch de humor que me sabía de memoria. Un día, Miguel Arce, el comediante, no fue a trabajar y Lili, su compañera, me dijo que la acompañara en el escenario. Al principio, no me atreví. Hasta que me convenció y fue un golazo. Empecé a inventar y echaba la talla con el público y todos se empezaron a reír. Me di cuenta que haciendo humor tenía un tono muy fresco y que la gente disfrutaba. Como me iba tan bien, me contrataron como primera figura en el Caupolicán”, comenta.
La chispa y rapidez fueron su sello. Y también, aunque no se crea, su humor blanco. La mutación de Daniel Vilches vino después. Le ofrecieron reemplazar a Sergio Feito -quien viajó a probar suerte a Buenos Aires- y más dinero en el Humoresque de calle Cousiño. El cómico cuenta que, en un comienzo, no hacía mucho ni destacaba. “Incluso me daba vergüenza cobrar”, explica. Hasta que una noche, quiso experimentar. Cuando su rutina había finalizado, volvió al escenario y comenzó a tirar chistes con el público. Pero con una particularidad: diciendo garabatos. Ahí nació “el académico de la lengua”. “Me recibieron tan bien que hicimos dupla con Gastón Moreno, del Bim Bam Bum. El era bravo para el garabato. Y cuando se tomaba sus pencazos era más gracioso. El periodista Guillermo Zurita Borja nos vio y nos bautizó como los académicos de la lengua. Y nos hicimos famosos”.
–¿Cuesta mucho hacer reír?
–Para hacer reír lo fundamental es tener ángel, simpatía. Hay muchos que se dedican al humor, pero si no tienen gracia, no tienen nada que hacer. Lo mío era gracioso por las chuchás que tiraba, pero lo chistoso no tiene que confundirse con tirar una metralleta de garabatos. Hay que hacer silencios, pausas y, de repente, una chuchá. Rematar con un garabato y darle un énfasis divertido. Eso es lo que le gusta a la gente. Por eso se siguen riendo con mis rutinas. Pese a que el humor cambió, yo no he cambiado. Y, hasta ahora, nunca me han pifiado.
–Antes se hacía humor con los gangosos, los cojos, los enanos, los homosexuales. Ahora con las redes sociales ese tipo de humor es imposible de realizar. ¿Le gusta el humor políticamente correcto?
–Ahora ya no existen los chistes de doble sentido. Todos esos temas eran muy buenos recursos para hacer reír, pero en mi caso nunca abusé de ese tipo de chistes. Recuerdo cuando Gilberto Guzmán hacía al colita. Le salía muy bien. Pero yo no hacía ese humor.
–Raúl Ruiz decía que el chileno se destacaba en Sudamérica porque era bueno para la talla rápida. ¿Mantenemos esa capacidad humorística?
–El chileno siempre fue bueno pa’l hueveo. Y a todo nivel. Desde los maestros que trabajaban en los edificios hasta el que lustraba los zapatos. Todos nos reíamos de todo. Era algo que nos distinguía como chilenos. Teníamos esa fama. Yo lo viví cuando hacía giras por Perú. Eramos mucho más rápidos que ellos en ocurrencias y en hablar estupideces cómicas. Ahora los chilenos ya no somos tan graciosos. Hemos perdido la gracia.
–¿Qué nos pasó?
–El mundo ha cambiado. Y la gente tiene muchas preocupaciones. Los trabajos no están muy bien y eso afecta. Antes nos reíamos hasta de nuestros fracasos. Han pasado tantas cosas. La ruina que nos trajo la pandemia también fue un golpe duro. Nos afectaron como sociedad. Nos fuimos para adentro.
–¿Le gustan los humoristas actuales?
–Hay varios buenos. He visto un gordito de anteojos que es bueno.
–¿Luis Slimming?
–Sí. Ese es bueno. Tiene un estilo de humor de chiste corto, antiguo. Se parece a Alvaro Salas. Y tiene ángel. De las mujeres, la (Natalia) Valdebenito es muy buena. Es bien directa en su humor. Hace unos años, me hicieron un homenaje en la Universidad Diego Portales (recibió el premio nacional del humor junto a Valdebenito en 2018). Ella no conversaba mucho. Dijo, ‘para que me invitaron si el homenaje es para él’. Es su pensamiento.
–¿Le gusta Felipe Avello?
–En un principio, no. Era muy pesado con la gente. Después, empezó a cambiar y ahora hace un humor más liviano. Desarrolló su personalidad, tiene otro ritmo y otro tono. Y es gracioso.
–¿Tiene algún referente en el humor?
–Coco Legrand. Tiene una capacidad única de llenar un escenario con su presencia. Lo que hace es de excelencia. Nos topamos mucho en esos veranos en que trabajábamos en Viña. Su show y el mío siempre estaban llenos. El Coco siempre se sorprendía cuando hacía almuerzos para treinta personas en Sausalito e invitaba a todos los humoristas que andaban trabajando en Viña.
La trayectoria de Daniel Vilches
Hay aspectos en los que Daniel Vilches no transa. No le gusta hablar de política ni de fútbol ni de feminismo. “Eso trae puros problemas”, señala. Y nunca ha tenido el síndrome del payaso triste. “Me he realizado como artista”, dice. Integrante de una generación de cómicos históricos como Eduardo Thompson, Guillermo Bruce, Gilberto Guzmán, Chicho Azúa y Mino Valdés, entre otros, reconoce que era un trasnochador. Pero a diferencia de sus colegas, tenía límites. “Me tomaba dos Cuba Libre y me iba para la casa. Y siempre fui ahorrativo. Si ganaba diez, me gastaba dos y el resto al bolsillo”.
–Por lo general, los humoristas de su generación terminaron mal. En una de sus últimas entrevistas, Guillermo Bruce me comentó que en los 60 carreteaban duro.
–Trabajé quince años con Bruce en el Picaresque. A la mayoría le gustaba mucho el carrete. Todos nos amanecíamos. Hasta las siete, ocho de la mañana. Y yo los aconsejaba. A mi amigo y compadre Eduardo Thompson, yo le ofrecía guardarle la mitad de lo que ganaba en sus shows para que juntara plata y se comprara una casa. Nunca quiso. Le gustaba gastársela. Pero todos eran profesionales. En mis espectáculos, estaban todos impecables. Hasta el Flaco de los Dinamita trabajó conmigo. Lo que hacían después, me daba lo mismo. En lo personal, nunca quise probar la marihuana. Te lo juro por mis hijos. Veía que se terminaba y todos querían más pitos. Y la otra cosa tampoco. Cuando terminaban un papelillo, se les acababa el entusiasmo.
Vilches se vanagloria de su pasado con las glorias televisivas. Cuenta que Gonzalo Bertrán, un director que podía ser muy despiadado, la daba libertad total. Con Don Francisco siempre se llevó bien. Tanto, que en un viaje a Miami junto a su mujer, lo invitó a pasear en yate. Y Antonio Menchaca, el histórico productor de Mario Kreutzberger, siempre lo reclutaba para que hiciera shows en la cadena de hoteles Dreams. “Hicimos todos los programas en todos los canales. Y siempre nos fue bien. Hacíamos reír a la familia chilena”.
Aunque nunca le faltó trabajo y fue disciplinado -“nunca falté en 24 años en el Picaresque”-, dice que hubo momentos complejos. Cada vez que no tenía dinero, organizaba shows en Rancagua. Averiguaba que días pagaban a los mineros, juntaba a un grupo de colegas y arrendaba un local. “Era el lugar donde mejor me iba”. En otra ocasión, tuvo un problema habitacional. Le contó a Ernesto Sottolichio, el dueño del Picaresque, que no tenía donde vivir. El empresario le dijo que se juntaran al día siguiente en una dirección céntrica. Se encontraron en una casa deshabitada y le preguntó si le gustaba. Vilches pensó que se la arrendaría y el jefe se la regaló. A los días, firmó los papeles y, por primera vez, era propietario.
–¿Cuándo se independizó?
–Hace 22 años. Había estado en el espectáculo CurvaViñaRisas durante tres años. Tuvimos una conversación con los empresarios donde les pedí un aumento de sueldo y quedaron de pensarlo. Sabía que yo llevaba público y me molesté. Agarré el auto, me fui a Viña a la casa de una corredora de propiedades y en siete días arrendé un teatro en Viña. Me fue súper bien. Traía a Moria Casan, Mario Clavel. Iba a buscar mujeres a Buenos Aires y a los artistas les pagaba diariamente. Tenía lleno todos los días. Me iba tan bien que en enero recuperaba la inversión y en febrero era pura plata para el bolsillo. Así me compré el departamento en el que vivo.
–¿Cuál fue su mejor momento en el humor?
–Cuando hice los cassettes de humor a comienzos de los 80. Firmé con RCA y nos fue muy bien. Eran un clásico. Con los chistes del dólar, el de los indios, los perros chupeteros. Tito Fernández, cuando se iba de gira a Europa o Estados Unidos, me decía que los chilenos se juntaban a escucharlo y se cagaban de la risa. Los hacía estar más cerca de Chile.
–¿Y a usted lo invitaban a actuar en el extranjero?
–Claro. Estuve en Noruega, Los Angeles, Estocolmo. En esa ciudad actué donde entregan los premios Nobel. Fuimos con Chicho Azúa. Nunca me entusiasmó ir a actuar tan lejos, pero me ofrecieron tan buena plata que fui. Tatiana Merino me quiso llevar varias veces a Australia. Pero era muy largo el viaje y no me gustaba. Tenía una rutina. Antes de comenzar el show, al que iban puros chilenos, le preguntaba al productor que me consiguiera nombres de personas. Cuando actuaba, los saludaba y remataba con un garabato. Les encantaba.
–¿Le sucede que llega a algún lugar y la gente se ríe?
–Siempre me piden fotos. Hace unos días, fui a Los Adobes de Argomedo y una familia me pidió fotos y me decían que admiraban mi trabajo. A veces, voy a un local peruano y la gente me aplaude cuando entro. Me hace feliz sentir que, más que fama, la gente me tiene cariño porque los he hecho reír.
–¿Tiene miedo a la muerte?
–No me gustaría vivir mucho más tiempo. Hice lo que tuve que hacer y soy feliz y agradecido de llegar a los 92 años con buena salud. A mi edad, cualquier persona no camina o debe andar con bastón. Nunca me ha preocupado la muerte porque todos tenemos fecha de vencimiento. Creo que uno se muere y se acaba todo. Que no hay nada más. Lo bueno es que lo comido y lo bailado no me lo quita nadie.
–¿Qué le hubiese gustado hacer?
–Cine, siempre quise hacer una película. Lamentablemente, no se pudo. Alguna vez me dijeron, pero querían que pusiera plata. ¿Viña? Nunca me llamó la atención. Me invitaron un par de veces, pero si me iba mal qué pasaba. Iba a echar por la borda 50 años de trabajo. Nunca me volvió loco actuar ahí.
–¿Qué piensa cuando repara en que es el último de los cómicos clásicos?
–Uffff, es cierto. Ya no queda nadie. A lo mejor no estoy y ando penando y no estoy hablando contigo. Quizás ando puro hueviando (ríe).
Fuente: The Clinic