El proceso constitucional llegó con el objeto de abrir un camino para la reconciliación nacional, un intento de producir cohesión social en medio de una fractura histórica para nuestra convivencia ciudadana. Dicha deriva política e institucional tiene sentido si consideramos que la causa fundamental del descontento social radica en una Constitución inútil y anticuada para satisfacer las demandas del país de hoy.
“Una nueva Constitución podría dar mayores garantías para satisfacer tales demandas, así como, concebiría un tiempo de encuentro y diálogo, que permita acercar las disparidades ideológicas”.
Sin embargo, el proceso constitucional que los chilenos hemos asistido, dista mucho no sólo de producir ese círculo virtuoso de reconciliación debido a la excesiva preponderancia de un monopólico sector político, sino que también el contenido de la Carta que se ha trabajado hasta hoy, es ininteligible para el ciudadano común y se aparta completamente de la rica tradición constitucional chilena.
No debe por tanto, producir estupor alguno el constatar el rápido aumento de la opción del rechazo en las encuestas.
Es tiempo de volver a plantearnos si la tesis fundante de este proceso estaba en lo correcto o no. Por cierto, no por tener una nueva Constitución que incluya toda clase de derechos sociales va a implicar necesariamente que éstos se cumplirán o que se satisfacerán todas las necesidades existentes en nuestro país. Al contrario, tal empeño -imposible a mi juicio- es cuestión de legislación ordinaria, no constitucional.
Si ese fue el supuesto por el cual los chilenos votaron mayoritariamente por el apruebo, el producto final que obtendrá el país emanado de este proceso no sería la reconciliación, sino por el contrario, una mayor fractura social. Por dos razones, primero, porque las altas expectativas no podrán ser adecuadamente satisfechas. Y segundo, porque las conclusiones a las que está arribando la Convención en los ámbitos tales como en la distribución del poder, en la excesiva descentralización territorial, en el factor plurinacional y en la provisión puramente estatal de derechos sociales, no es egosintónica con la vida en comunidad o con una sociedad libre, moderna, a la cual aspiramos los chilenos.
Los monopolios estatales, las divisiones identitarias y el ejercicio del poder sin contrapesos, están en las antípodas del genuino sentimiento de progreso que arropa a cada ciudadano común de este país. Lamentablemente estamos frente a un proceso carente de la virtud que se le imputó. Espero que lo tengamos en cuenta este cuatro de septiembre.
Por: Felipe Martinez