Bob Dylan le ha pedido a sus seguidores que se cuiden, que no bajen la guardia y que estén atentos a todo lo que está sucediendo. Lo hizo el pasado viernes, cuando la crisis global por el coronavirus arreciaba con una fuerza demoledora a su natal Estados Unidos y cuando la humanidad miraba desde sus casas lo más cercano a un Apocalipsis que ha enfrentado nuestra era.

“Permanezcan a salvo, estén alertas y que Dios está con ustedes”, fueron algunas de las palabras que lanzó en su cuenta de Twitter, como el profeta que desde la lejanía señala un mañana difícil para sus feligreses. Pero, como todo buen mensajero, sus palabras no eran solo palabras: el cantautor más influyente del siglo XX editaba a la par su primera composición en ocho años, Murder most foul (El asesinato más repugnante).

Una impresión inicial –sin ni siquiera aún pulsar play– arrojaba pistas de una pieza tejida en base a simbolismos: estaba acompañada de una fotografía del asesinado John F. Kennedy y su duración de 16 minutos y 55 segundos la consagraba como el tema más extenso de su obra, borrando de un plumazo del podio a la noventera Highlands o, aún más, a esa epopeya de 1965 llamada Desolation row. Estaba claro: Dylan tenía mucho qué decirnos.

Ese día en Dallas

¿Es casualidad que la haya publicado justo en los tiempos convulsos en que nuestro único norte es algo tan sencillo y tan definitivo como simplemente sobrevivir? Con el viejo Bob nunca se sabe.

En toda su carrera, ejercicios que parecen monumentales, finalmente terminan siendo actos paganos y adheridos a la realidad más pedestre, como tantas veces lo dijo en su autobiografía Crónicas, cuando narraba que muchos a fines de los 60 llegaban hasta su casa neoyorquina esperando encontrar a una suerte de juglar escribiendo las revelaciones de su tiempo, pero a cambio se topaban con un desorden de juguetes tirados por el piso, y escobas y palas de basura que delataban a alguien que acababa de hacer el aseo.

Pero si se trata de realidad, quizás no ha existido otro instante reciente donde la realidad nos esté pegando tan fuerte en las narices como lo ha hecho el terror planetario por el coronavirus. O donde, al menos la realidad que conocíamos hasta ahora, está cambiando de modo tan forzado y drástico.

Y esa es la médula de Murder most foul: ya echando a correr la canción –y todas las teorías posibles–, Dylan parte hablando del asesinato de Kennedy para viajar en su memoria al hito que simbolizó la fractura más brutal para su generación y para él mismo. Los vientos de esperanza encarnados por JFK, en otro período de pánico y paranoia para toda la humanidad, se evaporaron con apenas un par de balazos. Nada fue distinto a partir de ahí.

Fue además en ese mismo 1963 en que ya acumulaba dos álbumes y en la misma temporada en que lanzó su primer gran himno, Blowin’ in the wind, esa alegoría en que un hombre busca respuestas en medio de la confusión.

“Fue un día oscuro en Dallas, noviembre de 1963 / El día que vivirá en la infamia”, empieza precisando en los dos primeros versos de su nuevo single.

“Buen día para vivir y buen día para morir”, define poco después, para luego contar que el ex mandatario fue “derribado como un perro a plena luz del día/ porque le volaron la cabeza mientras aún estaba en el auto”.

Desde esa introducción, y en la primera parte del tema, Dylan se calza el tono de un narrador en penumbras para contar cómo el caso Kennedy determinó el destino de una nación y del planeta completo, no sólo por el shock que significó su abrupto fallecimiento, sino que también por el entramado de mentiras, encubrimientos e interrogantes que lo subyacen hasta hoy.

Como si todo aquello fuera un loop irrefrenable en nuestra historia, descrito con su garganta raspada, de tono cansino, mientras un piano y una batería de compás monótono decoran sus frases, bajo el propósito de no contaminar lo que nos va contando, de que hagamos foco sólo en su narrativa espectral.

“¿Cuál es la verdad y adónde se fue? / Pregunta a Oswald y Ruby”, dice en un momento en referencia a los personajes clave en el crimen de JFK.

La canción es lo que importa

Alto: ¿qué dijo en su momento Bob acerca de ese asesinato?

En los 60, en un tiempo en que su retórica estaba dominada por la ironía y el descreimiento, se atrevió a comentar que nunca le había afectado demasiado. Quizás se reconcilió con ese trauma en la vejez.

Otra lectura: Murder most foul se puede mirar como la reconciliación del cantautor con una herida que no había logrado sanar y como su personal llamado de alerta para no repetir rumbos erráticos.

Como una referencia a la ensoñación hippie que irrumpió años después del deceso de Kennedy –de la que nunca se sintió parte y que siempre observó con distancia–, Dylan hace un guiño a Tommy (1969), el álbum seminal de The Who, el mismo que trata la historia de un niño buscando su identidad“Tommy, ¿puedes oírme? Soy la reina ácida”, retrata en la canción, en alusión a al menos dos temas de ese disco.

Porque las referencias musicales forman el otro gran nervio de su nueva creación. En su segunda parte, ya a partir de los 10 minutos, Morder most foul resuena como un canto a la salvación.

Y de nuevo, tanto personal como colectivo: el hecho de que la música te pueda librar de tus minutos más inciertos y tormentosos. Algo así como “cuando el mundo está mal, sólo escuchar una canción le da otro sentido”.

Con ese credo, Dylan se sumerge en citar a decenas de músicos y canciones que marcaron su vida y que, de paso, asoman como el soundtrack del siglo XX: desde The Beatles, The Rolling Stones, Nancy Sinatra, Billy Joel, Tom Jones, Queen, Eagles y Fleetwwod Mac, hasta héroes mucho más personales, como Etta James, Jerry Roll Morton, Little Richard, el propio Elvis, John Lee Hooker, Guitar Slim, Charlie Parker, Oscar Peterson, Nina Simone, Stan Getz, Dickey Betts, Hot Pepper, Thelonious Monk, Nat King Cole, Bud Powell, Woody Guthrie, Big Bill Broonzy, Miles Davis y Phil Ochs.

Para oídos atentos, y sobre todo en tiempos de encierro y silencio, es una verdadera delicia escuchar el tema y encontrar tantos saludos y reverencias artísticas en apenas un par de minutos.

Por lo demás un detalle que ilustra que, en el universo Dylan, nada está puesto al azar: el tema que menciona de los otros grandes creadores del siglo XX, The Beatles, es I want to hold your hand, el hit de 1964 con que los conoció, al igual que todo Estados Unidos.

Cuando ese mismo año estuvo con los Fab Four en Nueva York –y de paso los introdujo a la marihuana–, les habló de ese tema.

“Qué hay con esa parte donde cantan ‘me drogo, me drogo’”, consultó Dylan a John Lennon, en referencia a la frase de la composición que, según él, decía “I get high”.

Lennon, avergonzado por no cumplir las expectativas de uno de sus maestros, dijo que sólo se trataba de una melodía de amor que decía “I can’t hide” (“no puedo esconderme”). A partir de ahí, el lazo entre dos instituciones de la cultura universal quedó sellado para siempre.

Por lo mismo, hay muchas formas de comprender el último lanzamiento del hombre de Minesota. Algunos incluso lo han configurado como una suerte de carta de despedida a sus 78 años: quizás no de él mismo, pero sí de la época en que le tocó vivir. Finalmente, nuestra época, azotada en los últimos meses por un vuelco que no estaba en el libreto de nadie.

“El día que lo mataron, alguien me dijo: ‘Hijo, la era del Anticristo acaba de comenzar’ Avísame cuando decidas tirar la toalla”, es parte también de la letra que retumba como la idea de un hombre que viajó a su pasado para retratar nuestro presente más feroz.

PD: Dylan ha jugado con la idea de bajar el telón, incluso de su propia vida, muchas veces en su carrera. La última –y quizás la que despertó más alarmas– fue Tryin’ to get to heaven, donde se miraba como un hombre que ahora sí estaba golpeando las puertas del cielo: “He estado tratando/ de llegar al cielo/ antes de que cierren la puerta”.

 

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