Murió en su cama, pero fue asesinado en los pasillos. No le pusieron veneno en la copa ni le cerraron la boca con violencia: lo mataron de paciencia.

La batalla del Papa que quiso tocar el barro y terminó enterrado por Roma.

A las 6:42 de la mañana del 21 de abril de 2025, Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco murió en la misma residencia donde había esquivado durante años los rituales dorados del Vaticano. Murió como vivió: incómodo.

Para unos, fue el Papa que desordenó el poder sagrado; para otros, el hombre que intentó limpiar con gestos un edificio podrido hasta los cimientos. Su cadáver aún estaba tibio y en Roma ya contaban los votos para sepultar, junto con su memoria, cualquier resto de su rebelión.

Francisco no era ingenuo. Sabía que en Roma no se gana hablando de pobres ni viajando en ómnibus, pero lo hacía. Desde el primer día entendió que en el Vaticano se sobrevive o se muere por la causa. Prefirió lo segundo, y entonces eligió la poltrona humilde a la exuberante silla de oro, su saludo era humano, no hacía caso al ceremonial barroco, y siempre su gesto incomodó a la diplomacia canónica. Predicaba desde el barrio, declarando una guerra silenciosa a la maquinaria de esa Iglesia que podría tolerarlo todo, menos el cambio.

La Curia fingió respeto

Sonrieron en público, conspiraron en privado. Cada gesto de humildad era interpretado como una amenaza, cada palabra sobre los pobres como un intento de subversión. Francisco no tocaba los dogmas, pero tocaba algo peor: el orden. Un Papa que prefería viajar en ómnibus no solo incomodaba a los príncipes eclesiásticos: los desnudaba.

Cuando pidió “recen por mí” en lugar de impartir la bendición imperial, rompió siglos de investidura sagrada: no se presentó como representante de Dios, sino como un hombre que también dudaba, que también necesitaba ayuda.

El aislamiento fue metódico. Cada gesto suyo era absorbido, disuelto, saboteado en los pasillos donde la obediencia es estrategia y el aplauso es traición. Francisco hablaba de pobres mientras sus cardenales blindaban cuentas en Suiza. Hablaba de mujeres mientras le recordaban que en Roma se bendice a las vírgenes, no a las líderes.

Cada reforma que intentó fue recibida con la misma sonrisa de los condenados que firman sin leer la sentencia. Francisco no era un Papa reformista: era un intruso en un palacio que ya había decidido enterrarlo vivo.

Demasiado tarde para detenerlo

Demasiado progresista para los conservadores. Demasiado conservador para los progresistas. Demasiado tarde para detenerlo. Francisco tocó las finanzas del Vaticano. Los cardenales que movían fortunas en cuentas secretas le advirtieron que los negocios del cielo también tienen códigos. Y quien los rompe, lo lamenta.

Cuando denunció el encubrimiento de abusos, la resistencia no fue solo brutal: fue un ajuste de cuentas. No limpiaron la Iglesia: la cubrieron de sombras. Destruyeron pruebas, protegieron culpables y convirtieron al Papa en el blanco. Y es que en el Vaticano, la paciencia es un arte. Y la venganza, un sacramento.

El cardenal Raymond Burke, ostentoso en su vestimenta, teatral en sus gestos y condescendiente en su mirada, se movía por los pasillos del Vaticano con arrogancia. Déspota e implacable con sus rivales, fingía benevolencia que nadie creía. Acusó a Francisco de “destruir la Iglesia con confusión y ambigüedad”. Reunió a sus hombres de confianza, cerró filas con los obispos ultrarreaccionarios y dejó claro que el Sumo Pontífice no terminaría su reinado como un santo. Cuando Francisco lo destituyó, Burke dejó de fingir. Asumió su verdadero rol: el de padrino de una conspiración silenciosa, paciente, implacable.

Francisco eligió pelear

Francisco no negoció con la corrupción. No maquilló la miseria. Expulsó cardenales, desclasificó archivos de abusos, cerró cuentas millonarias y desnudó pactos de silencio que ni la justicia civil había podido romper. No ganó. Roma no se enfrenta: se sobrevive en ella o se muere en ella.

Cada acto de limpieza aceleraba su aislamiento. Cada enemigo derribado fabricaba tres nuevos. Cuando finalmente abrió las puertas a las bendiciones para parejas homosexuales y dejó en marcha la reforma financiera, su suerte ya estaba sellada: había cruzado todas las líneas invisibles que mantenían unido el teatro de la fe.

Murió en su cama, pero fue asesinado en los pasillos. No le pusieron veneno en la copa ni le cerraron la boca con violencia: lo mataron de paciencia. Francisco fue, acaso, el último Papa que pensó que la fe podía reconciliarse con la vida real. Ahora, su cuerpo descansa en Roma, y su memoria empieza a ser embalsamada por la misma maquinaria que se encargó de destruirlo.

La Iglesia sobrevivirá, como siempre. Los muros también. Pero la fe —esa que Francisco quiso devolverle al barro, a los últimos, a los olvidados— ha perdido hoy a su último hereje noble.

La historia se escribe con funerales. Y con la muerte del Papa Francisco, sin una reacción humilde y progresista de la Iglesia, el próximo funeral podría ser el del propio Vaticano.

 

Fuente: Biobiochile